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Una vacuna contra el autoritarismo

Parecería obvio suponer que la Asamblea de la Organización de Estados Americanos celebrada en Perú en septiembre del 2001 quedará eclipsada para siempre por los terribles atentados terroristas del día 11 de ese mes.

No pienso que sea así. Con el transcurso de los años, sospecho que esa asamblea, en la que se aprobó la Carta Democrática Interamericana, será juzgada como una de las más trascendentes de la historia de la OEA.

Recordemos que el Secretario de Estado de los Estados Unidos, Colin Powell, había llegado a Lima la noche del 10 de septiembre para impulsar la aprobación colectiva de la Carta Democrática Interamericana, en momentos en que la misma prensa comenzaba a cuestionar el papel del héroe de la Guerra del Golfo como encargado de la política exterior estadounidense. Pero en la mañana del 11, durante el desayuno de los 34 cancilleres, llegaron los atroces ataques terroristas. Los 34 discursos preparados se volvieron inocuos y la asamblea de la OEA se convirtió en el foro para ratificar que en situaciones de crisis los procedimientos de la democracia deben imponerse y la ciudadanía debe estar lista a defenderla. Powell pidió, ante su inminente partida por la gravedad de los hechos, que la Carta Democrática Interamericana que iba a ser debatida en su última fase, fuera aprobada por aclamación. Y así fue.

El día anterior había sucedido un hecho insólito en la historia de las asambleas de la OEA. Los cancilleres se habían reunido con representantes de la sociedad civil en un acto que, debido a los trágicos hechos que ocurrirían al día siguiente, terminó siendo la única ocasión para discutir los alcances e implicaciones de la aprobación de la Carta Democrática Interamericana. Anteriormente más de 8.000 organizaciones de la sociedad civil habían participado en el debate sobre la Carta y su contribución había enriquecido su texto. La asociación civil “Transparencia”, entidad peruana clave en lograr la reciente transición del país anfitrión a la democracia, entregó publicada la Carta Democrática con todos los aportes hechos por las organizaciones, apropiándose de ella.

La sociedad civil tuvo razón al actuar de una manera distinta a sus homólogas de Seattle, Washington y Venecia. Para una América Latina en transición y consolidación de sus regímenes democráticos, un instrumento que amplía la definición de democracia para protegerla y prevenir sus desmanes es esencial para dejar atrás el legado preocupante de regímenes militares. Ello implicaba además tener en cuenta las nuevas amenazas distintas del golpe de estado típico del pasado. O la lógica de algunas autocracias electorales de fines del siglo XX que vendieron la tesis de que en ocasiones era necesario sacrificar la democracia para defenderla. Había que cerrar la puerta al menú del dictador posmoderno que incluía, entre otros, autogolpes, disolución de las legislaturas, desconocimiento de la independencia del poder judicial, violación de derechos fundamentales, fraude electoral, enclaves militares, transgresión de libertades públicas y manipulación y cierre de los medios de comunicación.

Todo ello dentro de la nueva noción —incorporada en la Carta— de quiebre de un orden constitucional, entendiendo la Constitución no como una camisa de fuerza sino como un orden presidido por una cultura democrática capaz de hacerle contrapeso a las trampas autoritarias. En consecuencia, son múltiples las acciones que hoy pueden configurar la alteración del orden constitucional o la afectación del proceso democrático, inverosímiles hace unos años para quienes diseñaron los mecanismos del sistema interamericano. Y allí debe actuar el sistema, con la OEA a la cabeza, para defender la democracia hasta lograr su restauración.

Desde la Cumbre de las Américas celebrada en Quebec en abril de 2001, el acuerdo incorporado en la Declaración Política y en el Plan de Acción de la Cumbre responde al vínculo indisoluble ya reconocido entre la democracia y el desarrollo. Fue a iniciativa del Banco Interamericano de Desarrollo que fue posible introducir esa concepción de interdependencia entre democracia y desarrollo como condición para combatir la pobreza y luchar contra la desigualdad. Porque los principios autoritarios no constituyen el mejor estímulo para el desarrollo. Ya lo ha dicho Enrique V. Iglesias cuando ha reiterado que es la política la fibra más sensible entre las instituciones y la economía y por eso importa para el desarrollo. Y lo que sigue fallando en América Latina es el ejercicio de la política dentro de la democracia.

El origen de la Carta Democrática arranca de la Cláusula Democrática aprobada en la Cumbre de las Américas de Quebec. La incorporación de la Cláusula Democrática constituye uno de los más claros logros de la Cumbre en materia de desarrollo político y gobernabilidad democrática. La magnitud de esta conquista está directamente relacionada con las prioridades de la agenda de desarrollo del nuevo siglo. Supone una acción colectiva de defensa de la democracia que puede llevar al establecimiento de sanciones diplomáticas a los gobiernos que hayan usurpado el poder legítimo o que, habiendo accedido al poder por elecciones libres, afecten la institucionalidad democrática mediante el ejercicio arbitrario de ese poder.

La trascendencia de la Cláusula Democrática consiste en que se presenta no como una simple declaración retórica sino como un mecanismo efectivo de exclusión futura de los beneficios de la integración política, económica y social del hemisferio. En efecto, los alcances del funcionamiento de dicha cláusula, por ejemplo, llegarían a cubrir aún las oportunidades de financiamiento a través de las instituciones multilaterales, pues el espíritu de la cláusula deberá ser un criterio de trabajo insustituible para las instituciones del sistema. Así fue como la Asamblea General de la OEA, realizada en Costa Rica en junio de 2001, aprobó una resolución que habilita al BID para que pueda aplicar la Cláusula con las implicaciones que parecen obvias.

La Carta Democrática es, en conclusión, otro punto de partida. Se ha dicho que se trata de un cuerpo de principios, normas y mecanismos de acción, estructurados y articulados en un documento único, que constituye una garantía multilateral y colectiva de preservación y defensa de la democracia. Sin embargo, normas perfectas le han sobrado a América Latina en la letra pero le han hecho falta a la hora de mostrar su eficacia práctica. La falta de credibilidad y legitimidad de las instituciones políticas en la región no va a superarse con simples mandatos normativos internacionales. Pero se ha dado un gran paso en la dirección correcta.

La política ha regresado al lugar de donde se le había desplazado antes del 11 de septiembre pues nadie hoy niega la necesidad de un Estado fuerte, inteligente y eficaz que sea garante de la democracia como método de solución de conflictos y de protección de los derechos fundamentales. Pero van a ser cada día mayores los desafíos para nuestras democracias, carentes de los anticuerpos de la cultura política. Como todas las vacunas, la Carta tendrá que ponerse a prueba cuando surjan los brotes autoritarios, producto de ese déficit que sigue haciendo tanto daño al desarrollo de la región: el déficit de la buena política.

La Carta tendrá que demostrar porqué aun cuando se ciernen las más graves amenazas contra el sistema, la única respuesta debe ser los mismos instrumentos de la democracia; sin excesos, sin intermitencias, sin autosacrificios. La Carta, como lo ha señalado César Gaviria, es además un manual y una guía de comportamiento democrático. Ese es su gran mérito. Ojalá que venga una gran etapa de pedagogía democrática a partir de la Carta. Ello, en últimas, determinará su eficacia y su vigencia.

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